LA DULCE AMARGURA DE LOS SALZILLO

 

Artículo de Juan Orts Román.
Publicado en ABC (27 de marzo de 1956).

En el conjunto de la floresta de arte que es la imaginería pasionaria
española, se destacan con colores y relumbres de méritos propios las
conocidas tallas del célebre escultor murciano Francisco Salzillo, del
cual, apenas si se ha dicho una parte mínima de lo que su genial obra
merece.

Aunque llegó a constituir escuela, sus discípulos fueron degenerando el
estilo aprendido del maestro y sólo ha quedado vivo, sin precedentes y
sin consecuentes, lo que hizo de su mano. Lo que él esculpió, y que
completaron y animaron de policromías sus hermanos José Antonio, Inés y
Patricio.
 

Salzillo, imaginero, cuyo barroco excepcional está en su mismo apellido –Ceán Bermúdez le llama “Zarcillo”, es decir, pendiente, arracada–,
difiere de Gregorio
Hernández, de Martínez Montañés, de Juni y de tantos y tantos escultores notabilísimos en el concepto genuino y suyo de la Pasión que lleva a sus imágenes de modo sorprendente.


Nada menos que una procesión entera de nueve composiciones escultóricas
hermosísimas, la del Viernes Santo, que expresa casi uno de los
Evangelios de la Pasión completo –el Crucificado está en el coro de la
Catedral– y debidos todos ellos a su cincel, menos un patético Nazareno
de Rigusteza*, cruza en la mañana las calles morunas de Murcia. Y éstos
 

salen sin cirios ni luces de ninguna clase, porque están hechos para ser vistos a la luz del día: el primer rayo de sol de la madrugada, por tradición, deberá quebrarse en la frente de su incomparable Dolorosa,


 

prodigio de los prodigios del arte, junto con el Ángel de la Oración del Huerto, el único ángel “de verdad” que se puede contemplar en la tierra. Los rostros de Jesús son, por lo sublime de su expresión, sencillamente incomparables.

    Reflejan de modo limpio y magistral la angustia serena del momento,

 pero al mismo tiempo emana de ellos una especial dulzura, que llama a la oración.

Su amargura no es trágica, su pena no es desgarradora: infunde confianza.

Rodeados los pasos de la fragancia del azahar de naranjos y limoneros e incensados con el fuerte
perfume de violetas, claveles y alelíes, sus actitudes cautivan al
momento porque su belleza augusta, los destellos de arte que irradian
sus doloridas figuras, nos hacen pensar que está cerca la Resurrección.
 

Se dice que una hermana del artista, que acabó sus días en la clausura, confesó como pecado haberle rezado a algunas esculturas de Francisco antes de haber sido bendecidas. Y es que los rasgos de cada cara, de cada actitud, aparecen tan limpios de trucos más o menos teatrales


 –en los desfiles de la noche los defectos de otros amparan interpretaciones
de logros artísticos–, que no es extraño levanten clamores de
admiración, pues no nos cansamos de fijar la atención en sus detalles
gozando nuestra sensibilidad en el recreo de su contemplación. Porque
estos pasos del Viernes Santo murciano saben a hogar: son a modo de
doradas consolas de la época; unas consolas gigantes, encuadradas de
flores y sostenidas sobre pilares de carne humana de los huertanos que
traen fustes de bordadas medias y plintos de blancas esparteñas.
 

Pero es que tales maravillas, si bien eran concebidas por Francisco, que había heredado el fervor artístico y religioso de su padre, Vicente-Nicolás, por él inculcados; este amor al sublime trabajo lo compartían también con él algunos de sus hermanos.


Francisco, como hijo mayor, que estaba de novicio en los Dominicos,

abandona su vocación religiosa cuando muere su padre, poniéndose

al frente del taller para que la casa no se hunda y que puedan seguir

viviendo la madre y sus numerosos hermanos. Y al punto, conforme

van creciendo, va encontrando en cada retoño un magnífico colaborador.

Juan Antonio, que murió joven, hacía la faena más basta, la de la

preparación de la madera, la parte exterior y más inculta. Inés, que

dibujaba muy bien, pintaba y labraba las estofas. Patricio, el hermano

menor, que hizo su carrera de sacerdote ayudando a sus hermanos,

tenía a su cargo el trabajo más sutil y delicado: preparaba y pintaba

los ojos de las imágenes, que entonces aun no se fabricaban de vidrio,

sino que se hacían sobre cáscara de huevo. De sus manos salían esos

ojos que constituyen la nota más característica de todas las obras de

Salzillo: por esta expresión de la mirada se adivina y se saca la efigie

que ha pasado por sus manos. Y el primer admirador de este sacerdote

extraordinario es su propio hermano y maestro, que, según cuentan los

murcianos, solía decirle:

- Patricio, yo les hago el cuerpo a los santos, pero tú pones el alma.

Sólo con la devoción y el entusiasmo de esta familia de grandes
artistas pudo lograrse en su concierto la magnífica lección completa
del arte de la escultura murciana, que encabezan los hermanos Salzillo
y que se complementa con los originalísimos pasos “contemplativos” de
Nicolás de Bussy, los de Roque López y otros que, como decimos, forman
una verdadera escuela.

Es conocida aquella anécdota del pintor comunista Courbet, magnífico
como pintor, pero extravagante y desorbitado como hombre, que le dijo a
Castelar cuando se estaba preparando en la Academia de Bellas Artes de
España en Roma, que los artistas españoles en vez de mandarles a Roma,
debían irse a Murcia, porque en ella estaba el arte puro, sin
mixtificaciones ni notas cursis. Este ditirambo, cuando se han visto
los pasos de Salzillo, que, es sabido, están expuestos en la Iglesia
Museo de Jesús todo el año, y ante los cuales los extranjeros se quedan
maravillados, y más alelados aún cuando se les refiere las fantásticas

 

cifras de Wellington, que se dice ofreció dos millones de pesetas en aquellos tiempos por el Ángel, y la otra de pagar en oro el peso del
brazo de San Pedro, no parece tan descabellada exageración, si se la recorta, para que tenga algo de verdadera.



 

Precisamente, don Mariano Benlliure, unos años antes de morir, nos decía que siempre que pasaba por Murcia entraba a ver el Ángel, porque cuantas veces se fijaba en él le encontraba cosas nuevas, y todas acertadas.


Sin que tengamos intención de comparar, y menos de distinguir los
desfiles pasionarios de otros lugares de España, podemos afirmar que el
máximo goce artístico que cabe experimentar en la contemplación de
imágenes sagradas como tales está en esa mañana radiante murciana del
Viernes Santo, en la cual está reflejada la dulce y devota amargura de
la familia de los Salzillo, que es genial, única.



Enviado por Je_Sus desde Sevilla

 

(Nota) En la época en que fue escrito este artículo todavía se atribuía la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno a Rigusteza

 

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