LA ÚLTIMA PROCESIÓN
Llevaba cuatro días en los que no se encontraba nada bien.
Dormía mucho, pero no conseguía descansar. Ese maldito dolor de cabeza que no se
le iba….. Y no sólo era la cabeza. Sentía además una sensación de malestar
general, de vértigos, mareos…. No sabía definir bien lo que le pasaba, pero –me
siento raro “leches”-. -Nada, nada, que te estás haciendo viejo Juan- se decía
-Tendrás que ir al médico a ver que te pasa-.
Después de un invierno que había sido especialmente frío, la
primavera, aunque tímidamente, ya se había instalado en Murcia. Volvía ese
tiempo en que los días se van alargando más. En que el ambiente se impregna del
embriagador aroma del azahar y del jazmín. La Semana Santa ya había empezado.
Todo un largo año de espera y por fin, Juan volvería a cumplir con la tradición
de llevar sobre sus hombros a “su” Cristo de la Preciosísima Sangre. Su padre le
contaba que, ya su tatarabuelo había ocupado un puesto en la tarima del Cristo y
así, había pasado de generación en generación. Su padre le había cedido el
puesto al jubilarse. Y ya su hijo se estaba haciendo la túnica para el año
próximo, en que saldría de reserva. Así se lo había prometido su amigo el Cabo
de Andas. -¿Dónde habré puesto yo la carta que me llegó de la Archicofradía?
Dentro puse la “contraseña” y el carnet. Seguramente lo debe haber guardado la
Teresa en el cajón de la cómoda-.
-Pero oye, de verdad que no me encuentro nada bien, ¿eh?-
Entre sueños le había parecido escuchar a su mujer decir,
entre sollozos a su hijo, que este año su padre no iba a poder salir en la
procesión. -¡Y una leche! A la mínima que pueda dar dos pasos seguidos yo me voy
al Carmen y saco a mi Cristo ¡faltaría más!-.
Era el día 23 de Marzo, Miércoles Santo.
Se despertó sobresaltado después del ratico de siesta que se
había echado. Miró el reloj. Las cinco y media de la tarde. -¡Madre mía, qué
tarde es ya!-. Llamó a su mujer, pero no obtuvo respuesta. Miró por la casa y no
vio a nadie. –Pero, ¿dónde está todo el mundo? ¿Y la Teresa? ¡¡Que me tiene que
vestir de nazareno, hombre, y mira la hora que es ya!! Y, al pasar por el
recibidor, por el rabillo del ojo se vio fugazmente reflejado en el espejo que
allí había. -¡Cagüen! ¿Será posible? ¡Pero si ya estoy vestido de nazareno! Me
dormí en el sofá con la túnica puesta. ¿Dónde tendré la cabeza que ni acordarme
siquiera de que ya me había vestido la Teresa? Y se conoce que se han ido ya
todos a coger sillas. Joé, pues me podrían haber despertado antes de irse-. Mira
que si al final se hubiese hecho realidad esa pesadilla que le perseguía a
veces. Esa pesadilla en la que se le hacía tarde para llegar a la iglesia y se
veía corriendo hacia el Carmen, con la procesión ya saliendo y su paso en
Camachos, iniciando ya la subida del Puente.
Sin más dilación, cogió el capuz y el estante con la almohadilla atada a él y
salió hacia el barrio del Carmen.
De camino a la iglesia iba viendo cientos de otros nazarenos
como él. Mayordomos, estantes, penitentes, niños, todos se encaminaban hacia el
Carmen. Este año, Juan había hecho promesa de guardar silencio desde que saliese
de su casa, así que, a pesar de ver algunos rostros conocidos, no habló con
nadie, y tan sólo un leve movimiento de cabeza, acompañado de una sonrisa
hicieron las veces de saludo.
Llegó al Carmen, entró a la iglesia –esto sí que es raro,
este año no me han pedido la contraseña al entrar- y se dirigió a su Cristo.
Como tenía por costumbre, mirándole de frente, le rezó un Padrenuestro. Después
“amarró”. Le gustaba caminar por la iglesia en esos momentos previos a la
procesión. En esos instantes en los que, dentro del Carmen sólo hay nazarenos. Y
repitió la tradicional visita que hacía siempre a todos los pasos.
Como no podía ver la procesión, esa visita a los diez pasos
de la Archicofradía, con sus candelabros de cera ya encendida, con las tarimas
adornadas de radiantes flores, listos para iniciar el desfile, constituía su
procesión particular.
Ahí estaba La Samaritana, guapa como siempre, conversando con
Jesús, que parecía pedirle agua, sentado a la sombra del olivo. Este paso le
gustaba mucho, porque le recordaba un poco la casa de su abuelo, en la huerta de
Patiño, con el pozo de agua fresca, a la sombra de la morera. Bueno, aquí había
un olivo en vez de una morera, pero daba lo mismo.
Jesús en Casa de Lázaro, con María de rodillas, ensimismada,
absorta, escuchando al Maestro, mientras Marta, en pie, colocando un pan sobre
la mesa, parecía protestar a Jesús por la actitud indolente de su hermana
mientras ella se tenía que ocupar de todo. Casi divertido, Lázaro, apoyado sobre
la mesa, asistía en silencio a la escena familiar y entrañable.
El Lavatorio le tenía “quitao el sentío”, como decía Pepe, su
amigo sevillano. Cada año le maravillaba más este paso. Con ese San Pedro
humillado ante Jesús que, con un gesto que irradiaba Majestad, le detenía para
ser Él quien lavase los pies a todos. ¿Y ese San Juan quitándose la sandalia? ¿Y
el resto de apóstoles conversando entre sí? -Es una maravilla. Y menuda mole de
paso- se dijo a si mismo. -Lo que debe pesar el jodío-.
La Negación, con el San Pedro, obra de Bussy, arrepentido
tras negar por tres veces a su Maestro, quien le dirige una mirada de tristeza y
perdón, mientras el hermoso gallo se encarga de recordarle a Pedro las palabras
de Jesús: “Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.
-Me pregunto de dónde habrán sacado esa hermosa mata de habas
para el Berrugo, que mira que con los fríos que han hecho este invierno…..- Pero
ahí estaba el travieso personajillo, “robando” las habas al pie del balcón de
Pilato, quien muestra al pueblo a Jesús, obra de Bussy, azotado, maltratado,
coronado de espinas y cubierto con el manto rojo, con esa trágica mirada agónica
y plena de dolor.
-A este crío un día me lo como, de verdad que me lo como-. Le
gustaba ir de vez en cuando al Museo para ver de cerca al encantador niño de Las
Hijas de Jerusalén. Y ahí estaba, un año más, tendiendo su manita hacia Jesús
que, semicaído bajo el peso de la cruz, se dirigía a las llorosas mujeres,
diciéndoles “Hijas de Jerusalén: no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras
y por vuestros hijos”.
Cada vez que veía el Cristo de las Penas le daba un vuelco el
estómago. Esa cara de saña del sayón que tira de la cuerda atada al cuello de
Jesús… Ese gesto de maldad del romano, espada en mano, señalando hacia la cruz
tendida en el suelo…. Y esa actitud sumisa y doliente de Cristo, tambaleándose,
dando unos pocos pasos hacia su cruel destino….El rostro de Jesús le embargaba.
Verdaderamente, esa expresión de Dolor y de Pena hacía honor a su nombre.
El fiel San Juan… Con ese andar recogiéndose la túnica. Con
esa mirada melancólica dirigida al horizonte, donde divisa a su Maestro
caminando hacia el Calvario, cargado con su cruz. -Nene, que cumples cien años….
¡Felicidades!-.
Todos los años se repetía la misma escena. No podía dejar a
la Virgen que llorase ella sola y, siempre que se detenía frente a la Dolorosa,
se echaba a llorar con Ella. Después, cuando se serenaba, le rezaba una Salve. Y
luego conversaba en silencio con ella. -¡Qué guapa estás Dolores! ¡Si pudiera
subía hasta el trono para que me estrechases entre tus brazos!-.
Y volvió hasta su Cristo de la Sangre.
Aún recordaba cuando, de niño, su abuela le llevaba a ver la
procesión y él le preguntaba que por qué llevaba los pies desclavados de la
Cruz. Su abuela le contestaba que caminaba hacia todos los hombres para darles
su Sangre y salvarles de sus pecados.
Pero cuando creció leyó en un libro que, en realidad el
Cristo de la Sangre no caminaba, sino que era una representación del Lagar
Místico, y lo que hacía era pisar el fruto de la vid en el lagar, cuya prensa
era la Cruz, cuyo fruto era el propio Cuerpo de Jesús, y que el mosto obtenido
al prensar su cuerpo, era la Sangre de Cristo, salvadora y redentora de los
hombres.
-Una verdadera lección de Teología la que nos legó Nicolás de
Bussy en 1.693- solía decir a los conocidos forasteros, a los que mostraba “su”
Cristo cuando venían de visita a Murcia.
Un revuelo de nazarenos le hizo abandonar su mundo de
ensueños y recuerdos y le hizo volver a la realidad. Les tocaba salir ya.
Rápidamente, ocupó su puesto en la tarima, a la espera de las órdenes del cabo
de andas.
Se escuchó un golpe del estante contra el frontal del paso
–Atentos, que nos vamos- y, enseguida, un segundo toque -¡vámonos!-
Y el Cristo comenzó a moverse hacia la puerta de la iglesia,
saliendo a la calle entre el voltear de campanas del Carmen.
Desde hacía unos cuantos años, el paso del Cristo de la
Sangre se había envuelto en un gran misticismo y solemnidad en su caminar por
las calles de Murcia. La iluminación de cera, la prohibición que tenían los
estantes de entregar caramelos al público -que poco me gustó en su día esa
decisión de la Junta, pero ¡cuánto me gusta ahora!-, el palio de respeto, la
hermandad de promesas, la banda de cornetas y tambores…. Todo le confería al
Cristo el halo de solemnidad que verdaderamente le corresponde a un Sagrado
Titular.
Subieron y bajaron el Puente, abandonando el “Barrio” y
adentrándose en Murcia.
Durante toda la procesión no le abandonó esa sensación, ese
malestar que sentía ya desde hacía cuatro días.
Le dolía muchísimo la cabeza –será el capuz, que me lo habré
apretado demasiado-, le dolían las piernas y todo el cuerpo, y sentía mareos y
ganas de vomitar.
Tentado estuvo en dos o tres ocasiones de decirle al cabo de
andas que no se encontraba bien y que se salía de la procesión.
Pero no lo hizo. Aguantó como buenamente pudo hasta el final.
A la subida del Puente, al regreso, creyó desfallecer. Pero
mirando hacia la Sagrada Imagen, sacó fuerzas de donde ya no le quedaban más, y
el Cristo subió la cuesta del Puente Viejo de un tirón, como todos los años, con
esos pasitos cortos que le saben imprimir sus estantes, para que no marche más
deprisa de lo que le permiten sus traspasados y doloridos pies.
Y, al detener el paso en lo alto del Puente, se volvió a
cumplir la tradición, y la imagen del Cristo de la Sangre, cuya hermosura quedó
fielmente copiada en el cansino Segura, fue llevada por las aguas del río hasta
el mar.
Por fin llegaron al Carmen. El cabo de andas ordenó dar la
vuelta al trono para que, detenido en la puerta de la iglesia, esperase la
llegada de San Juan y de la Virgen Dolorosa.
Entre vahídos, mareos y crueles dolores, Juan aguardó el
momento de entrar al Cristo por la Portería del antiguo Convento Carmelita.
Depositaron el trono sobre sus caballetes y respiró
profundamente. Estaba al límite de sus fuerzas. No aguantaba más, de manera que
cogió un ramillete de claveles rojos del trono, se puso frente al paso y le rezó
un último Padrenuestro al Cristo antes de marcharse a casa. Cuando acabó, se
santiguó y, dando media vuelta, se dispuso a salir.
En ese momento escuchó una voz –ESPERA-. Miró hacia atrás y
no vio que nadie le hablase. Se giró de nuevo para salir a la calle y volvió a
escuchar la voz. –NO TE MARCHES JUAN, AGUARDA-. Esta vez estaba seguro. Había
escuchado la voz y había dicho su nombre. Volvió a mirar atrás y, al no ver a
nadie, miró hacia arriba, a su Cristo. -¿DÓNDE VAS JUAN?-. Era el Cristo de la
Sangre quien le hablaba.
Tembloroso, sudando, mareado, le respondió –Me marcho a casa
Señor, con la Teresa, que me estará esperando despierta-.
El Cristo de la Sangre volvió a hablarle: -NO JUAN, NO TE
MARCHES, PORQUE DESDE ESTE MISMO MOMENTO, TE QUEDARÁS PARA SIEMPRE A MI LADO-.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
Juan sufrió un gravísimo accidente de tráfico el día 20 de
marzo, Domingo de Ramos, cuando se dirigía al Carmen para trasladar los tronos
desde el almacén contiguo hasta la iglesia.
Permaneció ingresado en la UCI del hospital durante tres días, en coma profundo
e irreversible y, en la noche del Miércoles al Jueves Santo, a las dos de la
madrugada, su corazón no aguantó más y se detuvo definitivamente.
Recuerdan las enfermeras que, ese Miércoles Santo, desde las
siete de la tarde hasta las dos de la madrugada, en el rostro de Juan estuvo
permanentemente dibujada una débil sonrisa.
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Escrito en el foro de Murcia Nazarena por NazarenoColorao con motivo de su mensaje nº 4.000